La banquina no parece el mejor lugar para que un grupo de nenes juegue a la pelota. La banquina, en realidad, no parece el mejor lugar para muchas cosas. Sin embargo, ahí están ellos: cinco nenes correteando detrás de una sucia pelota, injuriando al compañero goloso por no pasarla, desoyendo el llamado de atención que le hacen los mayores.
–Para acá vengan les dije, no estén tan cerca de la calle –les grita una de las mujeres sentadas sobre un cajón de verdura, frente a una de las improvisadas tiendas de campaña.
Los nenes cortan la jugada y se arriman puchereando. No hay mucho más “para acá” a donde ir a patear, menos si se considera que a unos pocos metros de la calle se alza el alambre de púas que divide el terreno tres semanas atrás se asentaba la toma y hoy se apilan por todas partes las ruinas y cenizas que el desalojo regó a su paso.
Justo ahí, sobre la banquina, en el medio, entre una calle 520 cargada de tránsito pesado y una suave pendiente limitada por el alambre oxidado y los cardos marchitados, se ha levantando el acampe que hospeda a las familias desalojadas del Abasto. El asentamiento se extiende desde la intersección de 214 hasta 218, en un centenar de carpas fabricadas con tablas, tela de arpillera y media sombra. Al otro lado del alambrado, el esqueleto de los invernaderos de cultivo ondea al viento sus tiras de nylon despedazadas.
Decenas de personas hormiguean de una carpa a la otra, hombres de semblante fatigado calzados en ropa de trabajo, matronas de largo cabello oscuro que regresan al campamento acarreando bolsas con mercadería, pibes y pibas recién salidos del colegio. El andar de todos se hace pesado bajo un cielo plomizo cargado de humedad donde apenas corre una tenue brisa.
El Día miente
Con las manos sujetas debajo de la espalda y una sonrisa pícara en su rostro moreno, Dante nos advierte sólo de vernos llegar:
–Pidan permiso y saquen las fotos que quieran, acá la gente no tiene problema. Hablen con los delegados, con la gente de las carpas y ellos les van a contar cómo es. Mientras no hagan como los de El Día, que vinieron, sacaron fotos de acá, de allá, entrevistaron gente, filmaron y después terminaron diciendo cualquier cosa de nosotros, todo bien.
El muchacho se ríe y balancea su metro y medio de altura sobre el barro del acampe. A continuación, se pasea alegremente a un costado de las carpas. En el trayecto se detiene a saludar y entabla conversación con media docena de personas.
–Acá todos se conocen con todos –aclara. Luego completa –Ahora estamos armando una lista de prioridad, porque mucha gente, familias enteras, vinieron a pedir tierra cuando supieron lo de la ley y no es lo mismo. No podés tener la misma prioridad si caíste hace dos días que si estuviste desde el principio.
Ese “principio” al que se refiere alude a las tres semanas transcurridas entre el comienzo de la toma y el 7 de mayo, fecha en que se produjo la irrupción policial, las palizas, las detenciones. Suceso que tuvo lugar de madrugada y sin previo aviso.
-La toma empezó el 19 de abril y los días siguientes. Cada cual entraba y marcaba su terreno y cada cual cuidaba de lo suyo y así estuvimos hasta el desalojo –dice Diego López, chofer de larga distancia y uno de los delegados en representación de su manzana.
Hoy los acontecimientos suscitaron una nueva metodología frente a la posibilidad de negociar la expropiación: cada una de las 35 manzanas tiene un delegado que la representa en la toma de decisiones, existe una mesa de gestión con representantes del ejecutivo local y en todos lados hay carteles señalando los días y tareas asignados para cada manzana en función de garantizar la comida y la limpieza del acampe. La organización de conjunto se impuso al infructuoso “cada cual”.
Las Malvinas Argentinas
–No tuvimos un muerto porque Dios estuvo del lado nuestro. No estamos hablando tanto de adultos sino de criaturas. Las mujeres corriendo desorientadas porque estaban durmiendo, no es que estaban despiertos, que se podían defender. Aparte vos hablabas con ellos (la policía) y estaban sacados. No había palabras.
Así describe Liliana Fernández la madrugada del 7 de mayo, una tragedia que dejó su huella en todos los involucrados en la toma, un desalojo al que se refiere como una “limpieza” ejecutada por la policía, una limpieza llevada a cabo con tiros y gases lacrimógenos.
La conversación se da en el interior de una tienda donde se amontonan paquetes de yerba, frascos de mermelada, latas en conserva y bolsas y más bolsas de papas. Una suerte de bunker donde se almacenan los alimentos y las donaciones para todo el acampe. Ahí también está Javier Moreno, de 45 años, un hombre delgado que dice y mira de frente, que se expresa con tono resuelto a la hora de afirmar que va a defender ese pedazo de tierra hasta las últimas consecuencias, que la próxima no lo toman por sorpresa.
–Un ejército entró, un ejército mal, aparte no vinieron con una orden de decir “bueno, muchachos, tienen cinco minutos, media hora para irse”. En ningún momento se habló de eso. Entraron por la parte de atrás, del fondo. Empezaron a los tiros y nos emboscaron en el medio. La peleé hasta que pude, me agarraron entre diez, doce y me mataron a palos, me lastimaron la cabeza, me dieron palazos en la mano.
Javier se acomoda sobre el camastro que ha improvisado con cajones de verdulería y unas pocas frazadas, enseña las cicatrices que le quedaron en la frente y en las manos. Luego se anima con una apreciación de tenor bélico:
–Yo calculo que si esa policía tenía que haber ido a defender nuestras islas Malvinas hubiésemos ganado.
Y concluye:
–Esa gente vino a matar, esa gente está muy descerebrada. Si hoy por hoy tenemos una policía así, ¿qué nos queda para más adelante?
Fuerte y claro
Dentro de las carpas se tejen pequeñas historias individuales que conforman una trama colectiva: el esfuerzo volcado en trabajos que no alcanzan para pagar las cuentas se suma a la abrumadora dificultad para acceder a la compra de un terreno, y algo más, una mirada condenatoria con la que todos tienen que cargar, una mirada que se ha instalado en una considerable porción de la sociedad frente a la gente del Abasto.
–Dicen que nosotros estamos robando algo, nosotros no estamos robando nada, estamos cumpliendo un derecho –afirma con seguridad una de las jovencitas recién salidas del colegio. La razón y algo de altivez templan sus palabras mientras refiere el trato que reciben por parte de agunos compañeros:
–Boliviano ándate a tu país, qué venís a robar acá nuestras tierras, sólo porque los dejamos entrar acá para trabajar ahora quieren usurpar tierras que no son de ustedes. Y no es así, claro, ¿A Mattioli quién le dice algo? ¿Cómo nos dicen a nosotros que estamos robando y a Mattioli no le dicen nada?
Todo parece indicar que a Alberto Mattioli –el empresario inmobiliario que se autoproclamó propietario de los terrenos, el mismo que realizó la denuncia penal que produjo en el desalojo– no le dicen nada y éste es un silencio que la muchacha no está dispuesta a tolerar:
–Los de la escuela dirán que a los bolivianos siempre los humillaron, los discriminaron, sabían que somos callados, que no somos de discutir ni de pelear y ahora capaz que se sorprenden. Ya basta, basta, basta de ser callados, evolucionamos, salimos de ese lugarcito, ya basta. Yo no me dejo pisotear por nadie.
Situados en el centro de una escena que se embarra día a día con informaciones malintencionadas y juicios de valor distorsionados, las familias del Abasto se afirman hoy con mayores fuerzas a la defensa de su derecho a la tierra. Las voces de sus protagonistas son el reflejo de una verdad que incomoda y que a diario es menoscabada por el coro hegemónico de medios locales. Frente a los ataques de una prensa manipuladora, hay que poner el grito en el cielo. Frente a los embates del sector privado, la organización es el camino. Que así sea entonces.
Todo parece indicar que a Alberto Mattioli –el empresario inmobiliario que se autoproclamó propietario de los terrenos, el mismo que realizó la denuncia penal que produjo en el desalojo– no le dicen nada y éste es un silencio que la muchacha no está dispuesta a tolerar:
–Los de la escuela dirán que a los bolivianos siempre los humillaron, los discriminaron, sabían que somos callados, que no somos de discutir ni de pelear y ahora capaz que se sorprenden. Ya basta, basta, basta de ser callados, evolucionamos, salimos de ese lugarcito, ya basta. Yo no me dejo pisotear por nadie.
Situados en el centro de una escena que se embarra día a día con informaciones malintencionadas y juicios de valor distorsionados, las familias del Abasto se afirman hoy con mayores fuerzas a la defensa de su derecho a la tierra. Las voces de sus protagonistas son el reflejo de una verdad que incomoda y que a diario es menoscabada por el coro hegemónico de medios locales. Frente a los ataques de una prensa manipuladora, hay que poner el grito en el cielo. Frente a los embates del sector privado, la organización es el camino. Que así sea entonces.
1 comentario:
Podrían subir los audios de las personas que hablaron
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